Nombrar con precisión, resistir con sentido.

Educación
image Nombrar con precisión, resistir con sentido.

Una de las manifestaciones más alarmantes del deterioro de la sociedad actual es la pérdida del valor de la palabra. Se trata de un fenómeno con significativas implicaciones antropológicas, políticas y culturales, ya que este empobrecimiento del lenguaje revela una fractura trascendental: la progresiva desvinculación entre la palabra y la realidad que designa: entre el lenguaje y la verdad.

La palabra, que durante siglos ha sido instrumento eficaz y fidedigno de entendimiento y diálogo, ha sido despojada progresivamente de su sentido referencial, ahora sometida a la volatilidad emocional del instante, a la manipulación ideológica y a la esterilidad del relativismo posmoderno. “Lo grave del momento actual es que, especialmente en Europa, la influencia de la posmodernidad decadente, es decir, el nihilismo, pretende acabar con la gramática”, advierte el teórico del derecho Jesús Ballesteros. Lo que está en juego no es simplemente el rigor del discurso, sino la estructura misma de la conciencia. Cuando el lenguaje deja de tener un anclaje firme en la verdad, la conciencia se ve atrapada en una confusión permanente, de modo que, desprovista de herramientas conceptuales claras, la persona cree realizar acciones buenas, siendo, sin embargo, intrínsicamente malas. Tal disonancia genera malestar, vacío e, incluso, hostilidad. A ello se suma que, si el lenguaje deja de señalar la verdad y se convierte en herramienta de manipulación, entonces también la realidad deja de ser compartida, y con ella, la posibilidad de la vida en común. La destrucción del lenguaje es pues, el preludio del conflicto; una realidad ya advertida el siglo pasado por Hannah Arendt. “La violencia comienza allí donde la palabra cesa de hablar”; afirmaba la filósofa. En este sentido, resulta inevitable acudir al horizonte de claridad que ofrecen los clásicos y en concreto, a 1984, de Orwell, donde se constata cómo el poder totalitario busca ejercer su dominio a través de la represión física, pero, todavía más importante, por medio de la fiscalización del lenguaje para obtener un control absoluto de la conciencia. Al alterar el significado de las palabras o eliminar directamente ciertos términos, el régimen lograba atrofiar el pensamiento, inhibir la disidencia y cancelar la libertad. El relato orwelliano es esclarecedor: la aniquilación de la palabra conlleva, inexorablemente, la aniquilación del individuo.

A sabiendas que la realidad supera la ficción, defender en la actualidad la restitución de la dignidad originaria de la palabra se convierte en una forma de resistencia intelectual y moral. Recuperar el sentido de lo que decimos es condición necesaria para recuperar el sentido de lo que somos, de modo que allí donde el lenguaje se corrompe, la humanidad también se desintegra. Por tanto, devolverle el sentido referencial al lenguaje no es una cuestión técnica, sino un acto de afirmación ontológica, un manera eficaz de resistir la degradación de lo humano.

Quizá hoy, en un tiempo tan acelerado y tan digital, cuidar las palabras sea también cuidar nuestra humanidad. Que en la educación de los jóvenes no desaparezca el valor de escribir con sentido, de leer en voz alta, de descubrir el poder de un poema, de conversar sin pantallas de por medio, de aprender a nombrar el mundo con verdad y belleza. Porque cuando perdemos el peso de las palabras, también empobrecemos nuestro modo de pensar, de sentir, de convivir. Y en cambio, allí donde la palabra se respeta y se celebra, se cultiva una mirada más humana, más libre, más capaz de construir un futuro con sentido

Mercedes Ten Domenech

Mercedes Ten Domenech

Doctora en Derecho por la Universitat de València y la Università degli Studi di Palermo. Máster en Derechos Humanos, Paz y Desarrollo Sostenible. Profesora de Filosofía del Derecho. Es redactora del blog, enfocada en derechos humanos.

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