23 veranos de campamento (y de vida)

Educación
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Todo empezó en segundo de primaria. Tendría unos siete u ocho años. Aquel primer campamento fue, como para muchos, un torbellino de emociones: miedo al separarme de mi familia, incertidumbre ante lo desconocido, lágrimas el primer día... Pero, en cuestión de horas, todo cambió: me vi corriendo por el campo, cantando canciones absurdas que me hacían reír, construyendo cabañas con ramas y durmiendo bajo un cielo inmenso, lleno de estrellas. Y sin saberlo, estaba comenzando una historia que duraría toda mi vida.

Desde entonces han pasado 23 veranos. 23 campamentos vividos desde todos los ángulos imaginables: como participante, como monitor, como coordinador, como director, e incluso como coordinador general de varios campamentos a la vez. Siempre desde roles distintos, siempre con retos nuevos, pero siempre —siempre— con algo en común: la sensación de estar donde tenía que estar.

Una escuela de vida que no aparece en los libros

Los campamentos son, para mí, una de las experiencias más transformadoras que puede vivir un niño o niña. ¿Dónde más puedes aprender tanto en tan poco tiempo? En unos días se activan dinámicas de aprendizaje que en otros contextos tardarían meses en darse.

Aprendes a convivir con personas que no conoces, con las que compartes tienda, ducha y tareas. Aprendes a poner la mesa para 150, a tener paciencia con quien va más lento, a solucionar conflictos, a ceder cuando toca y a liderar cuando hace falta. Aprendes a manejar la frustración, el miedo, la nostalgia, el cansancio. Y también a valorar lo pequeño: un bocadillo compartido, una ducha caliente, una carta que llega desde casa. Y hay algo aún más profundo: descubres quién eres cuando no estás con tu familia ni con tus amigos de siempre, cuando no puedes apoyarte en lo conocido, y debes construirte en un entorno nuevo, desde cero.

Una historia que se transforma con los años

A los 7 años, vivía el campamento como una película de fantasía. A los 12, solo me importaba ganar la olimpiada y ser el primero en capturar la bandera. En la adolescencia empecé a darme cuenta de que el verdadero valor no estaba solo en el juego, sino en las personas.

Como monitor en prácticas descubrí que, detrás de cada actividad, había horas de preparación, logística y pensamiento educativo. Que ser responsable de un grupo de chavales es un privilegio, pero también una exigencia. Como coordinador entendí la importancia de los equipos, de confiar en los demás, de comunicar bien. Como director, el valor de tomar decisiones difíciles y mantener la calma cuando algo no sale bien. Y como coordinador general… que un campamento nunca lo haces tú solo, que necesitas una red fuerte, comprometida, humana. Cada etapa ha tenido su belleza. Y todas me han enseñado algo nuevo. Porque el campamento no es un lugar, es un espejo: te devuelve lo que llevas dentro, pero multiplicado.

La fuerza de una comunidad inesperada

Una de las cosas más bonitas que tiene un campamento es que te sientes parte de algo mayor. Te integras en una especie de microcosmos lleno de códigos compartidos: canciones que te sabes sin saber cómo, juegos que solo tienen sentido allí, camisetas que guardas durante años, motes que nacen y se quedan.

He vivido cómo nacen amistades que duran décadas. He visto a niños con miedo convertirse en referentes para sus compañeros. He acompañado a chavales que llegaban sin hablar con nadie y se iban abrazando a todo el mundo. He llorado con familias en las despedidas, con personas que agradecían que su hijo o hija, por fin, se sintiera parte de algo.

Y he visto cómo los campamentos ayudan a sanar. A niños/as que pasan por procesos familiares duros, a adolescentes con baja autoestima, a jóvenes que no se encuentran en ningún lado… El campamento les da un lugar donde ser ellos mismos, sin máscaras. Un lugar donde simplemente pueden ser.

¿Y qué pasa con las “mamitis” o “papitis”?

Sí, claro que las hay. Y también “monitoritis” o “coordinadoritis”. Y es normal. Porque estar 15 días fuera de casa no es fácil. Pero una y otra vez he comprobado que, con paciencia, humor y empatía, la mayoría de los/as chavales/as logra superar esas barreras y quedarse. Y cuando lo hacen, crecen una barbaridad. Porque se enfrentan a algo difícil… y lo superan.

He visto cómo los miedos se transforman en fortalezas. Cómo lo que empieza con lágrimas acaba con abrazos. Y eso es, sencillamente, precioso.

El verano empieza cuando huele a campamento

Para mí, no hay junio sin esa sensación en el estómago. Esa mezcla de ilusión, responsabilidad y nervios. Empieza el calor, y con él vuelve el Jorge más campestre, más niño, más soñador. El de las botas llenas de barro, la guitarra al hombro, la lista de cosas por cargar en la furgo. El Jorge que vive para esos 15 días de desconexión del mundo y conexión profunda con lo que de verdad importa: las personas, la naturaleza, el juego, el sentido de comunidad.

Un legado que sigue vivo

A veces, años después, me cruzo con alguien que fue a un campamento conmigo. Me cuentan que aún tienen la camiseta. Que recuerdan tal canción, tal anécdota, tal noche de estrellas. Que algo se les removió por dentro y les marcó. Y entonces me doy cuenta de que los campamentos no son una anécdota en la vida de las personas. Son una semilla. A veces pequeña, a veces enorme. Pero siempre significativa. Por eso lo seguiré defendiendo siempre. Porque creo en los campamentos como espacios de transformación personal y social. Como escuelas vivas donde se educa en valores, en emociones, en vínculos. Como oasis de autenticidad en un mundo que a veces corre demasiado.

Y porque, sinceramente, no conozco ningún otro lugar donde haya compartido tanta felicidad, tanta risa, tanto trabajo… y tanta vida.

¡Vivan los campamentos!

Jorge Jiménez Cañas

Jorge Jiménez Cañas

Aspiro a participar en el cambio social global mediante el empoderamiento de las personas vulnerables, através de las instituciones públicas y/u ONG cuyo ámbito sea la cooperación internacional para el desarrollo y la ayuda humanitaria.

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